jueves, 14 de julio de 2011

Aforismo VII.

Huir hacia delante no es sinónimo de avanzar.


Forest Terminal  (Mike Worrall)
Foto procedente de diaryofanopiumeater.blogspot.com


miércoles, 13 de julio de 2011

martes, 12 de julio de 2011

Aforismo V.

Sólo tres gozos debe buscar tu alma: la alegría de estar vivo y la belleza del mundo que nos rodea. El tercer gozo es la causa y consecuencia de los anteriores: amar, compadecerse, perdonar, arrepentirse, pedir perdón, responsabilizarse  y ayudar, tanto a ti mismo como a todos los seres con los que compartes la vida y el mundo.


Gregory Colbert
http://www.portaldimensional.com/foro/gregory-colbert-t56514.html




                          

Aforismo IV.

Cambia tus palabras y empezarás a cambiar tu vida

                   
Gregory Colbert
http://www.zarzamorarte.com/category/gregory-colbert/

http://silencioactivo.blogspot.com/2009/07/entrevista-en-la-revista-psicologia.html

sábado, 9 de julio de 2011

viernes, 8 de julio de 2011

Solita.

Al amanecer del siguiente día fuiste a recoger verduras al mercado, como tantas otras veces habías hecho acompañando a tu madre. Rajash te sonrío al verte, todavía somnolienta y con ojos de gato asustado; se acercó a ti y te metió unas zanahorias y unos berros en el cesto, mientras te decía: "Cuídate mucho, Ajaya, pórtate bien. La diosa Lakshmi te dará prosperidad.". Tú le respondiste con una inclinación de cabeza y las manos unidas en señal de paz. Después, se alejó. Seguiste andando un rato, por si alguno de los fruteros se acordaba de ti, de tu familia y, apiadándose, te regalaba alguna fruta. Tras más de dos horas vagando, te marchaste a casa con tu comida en el cesto.
Todos en Mumbai sabían de tu desgracia y se giraban al verte pasar. Tus amigos se acercaban a jugar contigo, como habían hecho siempre, pero tú tenías que negarte y salir corriendo. No quedaba más tiempo para los juegos. Y con paso ágil, avanzabas entre las multitudes de hombres y mujeres; unos, andando; otros en bicicleta; los más afortunados, en ricksaw. "¡Cuánto te habría gustado montarte en uno y viajar lejos, muy lejos, más allá de la ciudad, más allá de la capital, hasta el mar, y subirte en uno de esos barcos grandes donde se habían marchardo tus tíos y primos varios años atrás, a la tierra prometida!"
Cuando quisiste darte cuenta, ya estabas ante el gran palacio. Diste la vuelta y entraste por la puerta de servicio. La jefa de cocina te recibió enfadada. "¿Por qué has tardado tanto? El hambre de los señores no espera a una pobre sirvienta huérfana. ¡Deberías darles las gracias por haberte recogido en su casa! Llévales la bandeja con pollo al curri. ¡Llevan un rato esperándote!" 
Le pediste perdón; le diste la razón, y también las gracias, porque prometió no hablar mal de ti al amo.
Es el destino de los niños sin padre, de las niñas sin madre.
Y entraste en el gran salón para servir el almuerzo a los señores, unos ricos comerciantes de seda cuyos hijos, de pocos años más que tú, te miraban con gesto altanero.  Al terminar, pediste permiso para volver a la zona de servicio. Atravesaste el largo pasillo, cubierto de una alfombra persa en tonos rojizos, rosas y verdes sobre la que tantas veces habías bailado cuando nadie te veía, contoneando las caderas al escuchar la música hindú que los hijos ponían en sus habitaciones. "Mmm, mamá, ella sí que bailaba bien la danza del vientre", pensabas para ti; era la única tregua a la autocompasión que te permitías, pensar en tu madre y en sus palabras, tan nítidas y dulces en el recuerdo: "´Tú eres mi hijita querida, Ajaya, la invencible. Si alguna vez estás triste, baila como yo te enseñé. Y piensa que yo estaré siempre contigo, y te ayudaré a seguir adelante  desde mi otra vida hasta que volvamos a encontrarnos. No tengas miedo, ¿me lo prometes, hijita?" " Si, mamá."
Al entrar en la cocina, que tenía una de las paredes llenas de estantes con especias de todos los colores y usos imaginables, cogiste el montón de ropa sucia y, con paso rápido, saliste del gran palacio y la llevaste a lavar a los grandes lavaderos de Mumbai, serpenteando entre las calles, que olían a flores, a incienso, a esperanza en un mundo mejor que, sin duda,  habría de llegarte un día.



 

martes, 5 de julio de 2011

El sueño del escribidor.

Siempre en el recuerdo                                     
se esconde la llave del futuro,
pues no son nuestros hijos
más que la vaga sombra de sus ancestros;
lo que soñamos siendo niños
es el pan de nuestros nietos;
son sus palabras
el eco de nuestro acento;
y sus amores,
el arrullo de nuestros besos.


Cuando el escribidor sueña,
ríe el niño,
piensa el padre
y recuerda el abuelo.
Y así supimos que todas las Penélopes
siempre tejen su tapiz a contraverso;
que un instante de
"esplendor  en la hierba"
 también puede ser eterno;
que la muerte de un amante
"paró todos los relojes,
 desconectó el teléfono";
y que mientras un capitán pirata
surcaba alegre
mares y océanos,
Baltasar y Blimunda
se amaban en su propio universo.
                                                      
   
Tú, que eres narrador sin aliento,
que al sonido de tus palabras
compones la música del sueño,
esculpes otros mañanas
y das esperanza al deseo;
tú, que el porvenir adivinas
y que en nuevo tornas lo viejo,
cuéntanos otro cuento,
mece las olas del tiempo
y sana al corazón enfermo.

*Los versos entrecomillados fueron escritos por los poetas W. Wodsworth y W.H. Auden respectivamente.
                                                     

viernes, 1 de julio de 2011

La casa habitada.


Soledad
(Hoper)
Esta tarde he vuelto a la casa en la que pasé mi infancia, la casa de mis abuelos. La abuela murió de pena 4 años después que el gran y único amor de su vida: mi abuelo. Desde entonces, sus espíritus la habitan. Se despiertan por la mañana, no muy temprano, y desayunan. Mientras la abuela sale a hacer la compra, el abuelo se afeita, escucha la radio, se pasea por el balcón, lleno de geranios y cintas, y da de comer a una pequeña tortuga, Carpanta, que mi hermana le dejó tras marcharse a estudiar en la universidad, y que había convertido en su casa la bañera de la Barby, nuestro más preciado regalo de Reyes. Después, la abuela regresa, le cuenta las últimas novedades del barrio, le hace algún pequeño encargo, y charlan. Al abuelo le gusta salir a pasear a un parque cercano; allí corre el agua en varias fuentes y las ranas chapotean a su antojo; los árboles son altos y las moreras sirven de alimento a los gusanos de seda. En el extremo más alto del parque hay un teatro de verano y un invernadero, y en el opuesto, por donde el abuelo siempre entra, hay una antigua fábrica abandonada donde nos gustaba escondernos de niñas y jugar a los detectives que descubren misterios. Mientras anda, el abuelo se come sus galletas y se distrae mirando las estatuas modernistas repartidas a ambas orillas del camino, como testigos fieles del paseo, siempre atentos a cada caminante que pasa: escolares haciendo deporte con sus maestros, madres paseando a sus bebés, parejas de enamorados y grupos de jubilados discutiendo sobre política, economía y toros.  Y así pasan los abuelos sus mañanas. Por la tarde, tras la sobremesa y un rato de obligado descanso, la abuela cose y el abuelo va a jugar a las cartas al Hogar del Jubilado. Y lo mismo al día siguiente y al otro. Es mentira que su rutina se interrumpiera al morir. Eso sólo sucedió en el breve espacio de 4 años que medió entre la muerte del abuelo y la abuela. Tras la muerte de la abuela, he vuelto a escuchar los zapatos del abuelo regresando de su paseo diario a eso de las 2 de la tarde. Y he vuelto a escuchar a la abuela cantando, algo que dejó de hacer tras marcharse su gran amor. Todos los días oigo también el ruido de las cacerolas, y el del teléfono fijo al sonar. Es una casa habitada. Habitada por sus espíritus, habitada por su energía, que impide que las paredes, las puertas y hasta los muebles cambien. Es falso que las personas mueran. Yo he sido testigo de ello: sólo muere su cuerpo, la seña de identidad más fácil y automática para reconocerlos mientras viven, como también lo es su voz, la cadencia de sus pasos al andar o su olor. Cuando el cuerpo desaparece, queda el interior, que perdura a través del tiempo y el espacio, a través de los acontecimientos, en una espiral de vida interminable eternamente renovada. Ellos viven en su casa, donde siempre corre el viento, en cuyas ventanas se ve pasar las cigüeñas y los gorriones, que tanto observaba y admiraba el abuelo (Mira, mira, fíjate cómo come, me decía cuando yo sólo pensaba en las enormes avenidas de la gran ciudad, llenas de tiendas y cafeterías, de cines y teatros, de edificios altos, y no me interesaba más que lo tangible, tan alejada estaba de lo esencial). Cerré la puerta de su casa al salir, me giré dándole la espalda y, al emprender el camino de regreso a mi rutina diaria, volví a pisar el mismo sendero bordeado de margaritas blancas que, siendo niña, yo arrancaba llena de ilusión para regalar un ramo a mi madre al regresar a casa. 
De todo esto ya han pasado muchos años. Sin embargo, hoy empiezo a recorrer el camino de mis abuelos. Y al visitar su casa esta tarde, me he dado cuenta de que nunca estuvo vacía: ellos siguen allí, dando vida a las estancias, dejando las huellas de sus dedos en cada objeto, y el eco de su voz y de su risa en cada silencio. Y he sabido que un día volveremos a abrazarnos y que ellos me siguen esperando.