viernes, 1 de julio de 2011

La casa habitada.


Soledad
(Hoper)
Esta tarde he vuelto a la casa en la que pasé mi infancia, la casa de mis abuelos. La abuela murió de pena 4 años después que el gran y único amor de su vida: mi abuelo. Desde entonces, sus espíritus la habitan. Se despiertan por la mañana, no muy temprano, y desayunan. Mientras la abuela sale a hacer la compra, el abuelo se afeita, escucha la radio, se pasea por el balcón, lleno de geranios y cintas, y da de comer a una pequeña tortuga, Carpanta, que mi hermana le dejó tras marcharse a estudiar en la universidad, y que había convertido en su casa la bañera de la Barby, nuestro más preciado regalo de Reyes. Después, la abuela regresa, le cuenta las últimas novedades del barrio, le hace algún pequeño encargo, y charlan. Al abuelo le gusta salir a pasear a un parque cercano; allí corre el agua en varias fuentes y las ranas chapotean a su antojo; los árboles son altos y las moreras sirven de alimento a los gusanos de seda. En el extremo más alto del parque hay un teatro de verano y un invernadero, y en el opuesto, por donde el abuelo siempre entra, hay una antigua fábrica abandonada donde nos gustaba escondernos de niñas y jugar a los detectives que descubren misterios. Mientras anda, el abuelo se come sus galletas y se distrae mirando las estatuas modernistas repartidas a ambas orillas del camino, como testigos fieles del paseo, siempre atentos a cada caminante que pasa: escolares haciendo deporte con sus maestros, madres paseando a sus bebés, parejas de enamorados y grupos de jubilados discutiendo sobre política, economía y toros.  Y así pasan los abuelos sus mañanas. Por la tarde, tras la sobremesa y un rato de obligado descanso, la abuela cose y el abuelo va a jugar a las cartas al Hogar del Jubilado. Y lo mismo al día siguiente y al otro. Es mentira que su rutina se interrumpiera al morir. Eso sólo sucedió en el breve espacio de 4 años que medió entre la muerte del abuelo y la abuela. Tras la muerte de la abuela, he vuelto a escuchar los zapatos del abuelo regresando de su paseo diario a eso de las 2 de la tarde. Y he vuelto a escuchar a la abuela cantando, algo que dejó de hacer tras marcharse su gran amor. Todos los días oigo también el ruido de las cacerolas, y el del teléfono fijo al sonar. Es una casa habitada. Habitada por sus espíritus, habitada por su energía, que impide que las paredes, las puertas y hasta los muebles cambien. Es falso que las personas mueran. Yo he sido testigo de ello: sólo muere su cuerpo, la seña de identidad más fácil y automática para reconocerlos mientras viven, como también lo es su voz, la cadencia de sus pasos al andar o su olor. Cuando el cuerpo desaparece, queda el interior, que perdura a través del tiempo y el espacio, a través de los acontecimientos, en una espiral de vida interminable eternamente renovada. Ellos viven en su casa, donde siempre corre el viento, en cuyas ventanas se ve pasar las cigüeñas y los gorriones, que tanto observaba y admiraba el abuelo (Mira, mira, fíjate cómo come, me decía cuando yo sólo pensaba en las enormes avenidas de la gran ciudad, llenas de tiendas y cafeterías, de cines y teatros, de edificios altos, y no me interesaba más que lo tangible, tan alejada estaba de lo esencial). Cerré la puerta de su casa al salir, me giré dándole la espalda y, al emprender el camino de regreso a mi rutina diaria, volví a pisar el mismo sendero bordeado de margaritas blancas que, siendo niña, yo arrancaba llena de ilusión para regalar un ramo a mi madre al regresar a casa. 
De todo esto ya han pasado muchos años. Sin embargo, hoy empiezo a recorrer el camino de mis abuelos. Y al visitar su casa esta tarde, me he dado cuenta de que nunca estuvo vacía: ellos siguen allí, dando vida a las estancias, dejando las huellas de sus dedos en cada objeto, y el eco de su voz y de su risa en cada silencio. Y he sabido que un día volveremos a abrazarnos y que ellos me siguen esperando.

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