viernes, 8 de julio de 2011

Solita.

Al amanecer del siguiente día fuiste a recoger verduras al mercado, como tantas otras veces habías hecho acompañando a tu madre. Rajash te sonrío al verte, todavía somnolienta y con ojos de gato asustado; se acercó a ti y te metió unas zanahorias y unos berros en el cesto, mientras te decía: "Cuídate mucho, Ajaya, pórtate bien. La diosa Lakshmi te dará prosperidad.". Tú le respondiste con una inclinación de cabeza y las manos unidas en señal de paz. Después, se alejó. Seguiste andando un rato, por si alguno de los fruteros se acordaba de ti, de tu familia y, apiadándose, te regalaba alguna fruta. Tras más de dos horas vagando, te marchaste a casa con tu comida en el cesto.
Todos en Mumbai sabían de tu desgracia y se giraban al verte pasar. Tus amigos se acercaban a jugar contigo, como habían hecho siempre, pero tú tenías que negarte y salir corriendo. No quedaba más tiempo para los juegos. Y con paso ágil, avanzabas entre las multitudes de hombres y mujeres; unos, andando; otros en bicicleta; los más afortunados, en ricksaw. "¡Cuánto te habría gustado montarte en uno y viajar lejos, muy lejos, más allá de la ciudad, más allá de la capital, hasta el mar, y subirte en uno de esos barcos grandes donde se habían marchardo tus tíos y primos varios años atrás, a la tierra prometida!"
Cuando quisiste darte cuenta, ya estabas ante el gran palacio. Diste la vuelta y entraste por la puerta de servicio. La jefa de cocina te recibió enfadada. "¿Por qué has tardado tanto? El hambre de los señores no espera a una pobre sirvienta huérfana. ¡Deberías darles las gracias por haberte recogido en su casa! Llévales la bandeja con pollo al curri. ¡Llevan un rato esperándote!" 
Le pediste perdón; le diste la razón, y también las gracias, porque prometió no hablar mal de ti al amo.
Es el destino de los niños sin padre, de las niñas sin madre.
Y entraste en el gran salón para servir el almuerzo a los señores, unos ricos comerciantes de seda cuyos hijos, de pocos años más que tú, te miraban con gesto altanero.  Al terminar, pediste permiso para volver a la zona de servicio. Atravesaste el largo pasillo, cubierto de una alfombra persa en tonos rojizos, rosas y verdes sobre la que tantas veces habías bailado cuando nadie te veía, contoneando las caderas al escuchar la música hindú que los hijos ponían en sus habitaciones. "Mmm, mamá, ella sí que bailaba bien la danza del vientre", pensabas para ti; era la única tregua a la autocompasión que te permitías, pensar en tu madre y en sus palabras, tan nítidas y dulces en el recuerdo: "´Tú eres mi hijita querida, Ajaya, la invencible. Si alguna vez estás triste, baila como yo te enseñé. Y piensa que yo estaré siempre contigo, y te ayudaré a seguir adelante  desde mi otra vida hasta que volvamos a encontrarnos. No tengas miedo, ¿me lo prometes, hijita?" " Si, mamá."
Al entrar en la cocina, que tenía una de las paredes llenas de estantes con especias de todos los colores y usos imaginables, cogiste el montón de ropa sucia y, con paso rápido, saliste del gran palacio y la llevaste a lavar a los grandes lavaderos de Mumbai, serpenteando entre las calles, que olían a flores, a incienso, a esperanza en un mundo mejor que, sin duda,  habría de llegarte un día.



 

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